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Registrado: Lun Abr 04, 2005 12:13 am Mensajes: 1767 Ubicación: Madrid
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En mayo de 1953 el escritor gerundense Agustín Calvet ( Gaziel), que por entonces vivía en Madrid, hizo un viaje por la comarca abulense de La Serrota, yendo por Avila y volviendo por Talavera de la Reina.
Años después publicó un relato de aquella excursión, junto los de otras por Castilla la Vieja y por León, en un libro publicado en 1959 en catalán, Castilla endins, y en 1963 en castellano, Castilla adentro.
El relato del retorno de Talavera a Madrid, creo que es muy sabroso, como todo el libro, e interesante para cualquiera que se sienta atraído por la historia de los coches de línea españoles:
Decidimos comer y regresar cuanto antes. Vamos, primero, a buscar los billetes para el autobús de línea, que saldrá alrededor de las cuatro. Estos carruajes públicos tienen en Talavera una estación magnífica, como nunca la ha tenido aún el tren. Allí salen y llegan constantemente autobuses modernos, cómodos, limpios y rápidos (no he visto otros parecidos, en calidad ni en cantidad, en toda Cataluña); y en ellos se puede ir de Talavera a un sinfín de ciudades importantes y pueblos, mejor que en tren. Es un servicio que poblaciones mucho más grandes envidiarían. Al lado mismo de la estación de autobuses, descubrimos un hotel recién construido, y nos metemos en él con la aprensión de los que llegan a un puerto totalmente desconocido, después de un naufragio. Y es así, justamente —porque el andar por el mundo está lleno de pequeños milagros—, como encontramos con creces las tres cosas por las que habríamos dado todo lo que llevábamos: sombra, comida y descanso. El restaurante del hotel se encuentra en el primer piso, en una sala muy espaciosa, con poca gente y prodigiosamente fresca. Sus balcones están abiertos, pero velados con persianas que dejan pasar un airecillo fino (¿de dónde vendrá?) como una pluma. La comida es excelente. Nos sentimos tan bien, que hacemos durar la sobremesa hasta el momento de la marcha. La estación está tan cerca, que de la mesa al autobús hay sólo unos pasos. Mas para darlos volvemos a tener dificultades; el gentío ha aumentado aún, y ya hay gente sentada a comer hasta en la carretera. Toda la población huele a ganado, a sudor, a aceite frito, a anís y vino. El autobús que nos llevará a Madrid es como una especie de barbería ambulante, niquelada y con espejos, en donde los pasajeros van bien acomodados en butacas con brazos, pueden apoyar la cabeza en un buen respaldo, y estirar bien las piernas. No se admiten bultos, canastas, maletas ni pasajeros sobrantes; todo el mundo ha de ocupar su lugar numerado. El servicio es perfecto. A pesar de tratarse de un día excepcional [el de la feria de mayo en Talavera], no hay prisas, empujones, ni el más leve retraso. Se llenan cuatro coches iguales, de treinta y cinco a cuarenta plazas; salen a la hora en punto, el uno detrás del otro, todos hacia Madrid. Viendo como funciona este servicio de carretera, se comprende que los viejos ferrocarriles (que nunca fueron buenos en esta parte de España) se encuentren ahora en plena decadencia, como chatarra arqueológica. La carretera de Madrid, saliendo de Talavera, atraviesa otro mar de tierras llanas, donde empieza tan sólo a crecer la pelusa del trigo. No se ve un árbol. El camino lo señalan unas rectas interminables y blancuzcas, que a gran distancia destacan sobre la extensión de los sembrados, color de barro seco. Así pasamos insensiblemente de la provincia de Toledo a la de Madrid, haciendo breves paradas en pueblos sin edad ni fisonomía, caducos y tristes, en donde sólo se destaca, cuando la hay, una iglesia o colegiata enorme, desproporcionada, veinte o treinta veces más grande e importante que el ayuntamiento. Estos pueblos se apellidan Santa Cruz de Retamar, Valmojado, Navalcarnero, Móstoles, sin pena ni gloria. Es decir, Móstoles tiene una cierta nombradía, en una cierta España, porque a principios del siglo XIX el alcalde del pueblo desafió a Napoleón. El nombre del alcalde ya casi nadie lo sabe, pero a menudo, yendo por Castilla y hasta leyendo la prensa de Madrid, encontraréis que mencionan al alcalde de Móstoles y hablan de su hazaña. Este recuerdo patriotero y local (como el del Tambor del Bruch, que vaga por Cataluña), viene a ser una estrofa más de las décimas ripiosas e inflamatorias de El dos de Mayo, que hacen recitar a los chicos de las escuelas primarias. Mis compañeras se durmieron, y no han abierto los ojos hasta que ya entrábamos en Madrid. Yo hice el viaje, bien arrellanado en mi butaca, fumando un habano aromático, con los párpados medio cerrados, como mirando muy lejos, hacia el fondo de mi recuerdo aún tan fresco, y viendo la grandiosidad, la soledad y la desolación de La Serrota y de Gredos. A las seis de la tarde estábamos en Madrid. El autocar nos ha dejado en uno de los lugares más típicos de la capital, junto a la Plaza Mayor, al pie mismo del Arco de los Cuchilleros. Al apearme, no sé cómo, he dado un golpe al botijo y se ha roto en pedazos. Me he quedado solamente con el cayado de fresno, testimonió fiel de que, no hacía muchas horas, me había doctorado, sin querer, como árbitro ganadero. Aún lo conservo. Para un hombre que ha estado en el fin del mundo y pasado por la feria de Talavera, encuentro que es un buen trofeo.
Pregunta: ¿Qué empresa hacía en 1953 la línea entre Talavera y Madrid? ¿Auto-Res, La Sepulvedana, Gredos Auto, Doaldi, ..., ... ?
Si lo supiéramos podríamos elucubrar sobre aquellos autobuses que parecían una especie de barbería ambulante, niquelada y con espejos, en donde los pasajeros van bien acomodados en butacas con brazos, pueden apoyar la cabeza en un buen respaldo, y estirar bien las piernas.
Al pie mismo del Arco de los Cuchilleros, en 1953:
_________________ Saludos a todos.
José Antonio López
Última edición por buron444 el Mar Oct 21, 2008 11:49 am, editado 1 vez en total
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